AGITADORAS

PORTADA

AGITANDO

CONTACTO

NOSOTROS

     

ISSN 1989-4163

NUMERO 03 - JUNIO 2009

 

El Coleccionista (30 de Mayo de 1917)

Jesús Zomeño

La Muerte tiene goteras, por ellas se pierde la belleza y caen los objetos más absurdos de los muertos. Yo los colecciono.

Ayer encontré una mano en la tierra de nadie. Una mano mutilada por alguna explosión. Unos de los dedos llevaba lo que parecía un anillo, pero era una tuerca de acero. Me costó mucho trabajo sacársela porque la piel estaba acartonada. Me la guardé, aquí está. Tenía las uñas asquerosas aquella mano.

Colecciono objetos inútiles de esta guerra. Un botón, tengo un botón brillante por el que debió morir el soldado que lo llevaba. Un botón que brille a lo lejos atrae la puntería del enemigo, es tanto como levantar la cabeza por encima de la trinchera y sonreír cuando te pegan un tiro. La vanidad no es un buen motivo para morir.

Un alemán llevaba un montón de clavos en el bolsillo. Buenos clavos, hierro grueso y con una longitud de tres pulgadas al menos, aunque ya estaban oxidados. No eran recientes. Entre tantas cosas que pudiera haber traído consigo, uno se pregunta por qué éste cogió de su casa precisamente un puñado de clavos. Acaso fuera carpintero y dejara a mitad de montar una mesa. No se puede dejar trabajo pendiente cuando empieza una guerra. Imaginároslo al despedirse, dejando el suelo lleno de tablones de madera y a su mujer llorando con el martillo en la mano. Muchos siguen soñando con el regreso y se aferran a unos clavos para simular que la vida seguirá siendo la misma cuando todo esto acabe.

Junto a los clavos he guardado unas gafas con los cristales rotos. La grieta que atraviesa la lente por el centro le pone a todo alambrada. Me siendo protegido con ellas, dejo que todo quede al otro lado de esa alambrada que veo.

Si procuro no pincharme con los clavos, llego al fondo de la bolsa y allí tengo un trozo de metralla con forma de corazón. La tenía clavada en la cabeza un belga que estaba muerto con los ojos abiertos. Sus ojos abiertos me daban mucha pena viéndole el corazón clavado en la cabeza. El amor mata, pero ese belga parecía acostumbrado porque ya digo que estaba sereno en ese trance de morir con el corazón clavado en la cabeza.

Este de ahora es un detalle más curioso aún, se trata de una bota sin suela. Se la quité a un argelino que las llevaba puestas en Ypres. El pobre ignorante le había quitado la suela para caminar descalzo sin contravenir el reglamento.

Dentaduras postizas tengo dos: la que llevo puesta y otra que tiene un diente de oro y que guardo en la mochila. Hace cuatro meses le salía de la boca a un soldado portugués muerto. Sí, una dentadura postiza con un diente de oro delante. Yo tenía un amigo que se arrancó un diente para sustituirlo por otro de oro, porque decía que al sonreír le ilumina la cara a un hombre. Pero lo que más le gustaba era golpear ese diente metálico sobre el inferior, lo hacía en clave Morse porque practicaba para conseguir empleo de telegrafista en el ferrocarril. Mi amigo creo que murió en Verdún. Esta dentadura me hace recordar a mi amigo, lástima que le falte la boca para sonreír.

Aquí sale un calcetín lleno de agujeros, lo cogí porque al muerto le habían robado las botas y yo nunca había visto un calcetín tan roto como éste. A falta de unos buenos calcetines de lana gruesa, el soldado se metía en las botas paja y hierba seca para aislarse del frío. Para descubrirle estos calcetines, tuve que sacudirle toda la paja y la hierba seca que le cubría los pies. En un principio creí que no llevaba nada, pero después me sorprendieron estos calcetines rotos. Apenas se trata de una hebra. El mejor detalle, sin embargo, es que tiene dos iniciales bordadas: TM. El mundo también se acaba para los que se abrigan con calcetines bordados.

Una navaja rota, ¿para qué sirve una navaja de afeitar con la hoja partida en dos? La gente acumula cosas absurdas en una guerra. Es como si en dos lugares distintos pudieran afeitarse dos personas con la misma navaja. Todos dejan algo en casa y traen consigo también algo de su casa. Éste soldado, ahora muerto, debió creer que cada semana cuando se afeitaba en la trinchera lo estaba haciendo simultáneamente ante el espejo de su habitación y por eso al venirse dejó la mitad de la navaja allí. También es posible que hubiese dejado la mitad de la hoja debajo de la almohada de su cama, para cortarle por lo sano a su mujer las tentaciones de adulterio.

Otra cosa extraña y que me ha dado mucho que pensar es este paquete de vendas. Los vendajes son frecuentes, es cierto, pero éste es un suministro fechado en 1914. Llevamos tres años de guerra y a pesar de todo lo que ya ha sucedido, aún no hemos tenido que hacer uso de esta venda. Tantas heridas y mutilaciones no han precisado de ella. Esta venda nos da a entender que todavía nos queda lo peor.

Una pipa de madera tallada con la figura de una mujer desnuda. La mujer se adapta a la forma de la pipa: primero rodea con los brazos la cazoleta donde arde la brasa del tabaco, después dobla la cintura recostada y estira las piernas largas, largas... y al final, en la punta de los pies, está la boquilla que se mete uno en la boca y por la que se aspira el humo que atraviesa el cuerpo de la mujer... ¡Pura obscenidad!

Aquí tengo un mechón de pelo. Es sólo cabello moreno. Dicen que el pelirrojo está más cotizado, pero éste es negro. Huele bien, permite imaginar el resto. En todo caso, es un detalle elegante a pesar de que el corte no fue muy generoso y por tanto deduzco que tampoco la predisposición de la mujer. Al parecer preservaba sus mejores rizos para otro.

El plano de un tesoro. Lo miré tres veces por cada lado para creerlo. Lo llevaba un soldado inglés. ¿Quién puede en esta guerra estar pensando en piratas e islas desiertas? Más le hubiese valido dibujar una cruz en el aire para no equivocarse. Los tiempos son demasiado inciertos como para confiar en los planos.

Una corbata. Un tipo elegante allí en Berlín. Aquí sobra. Mira qué tacto tan suave el de la seda. La guardo porque todos tenemos un punto débil y el mío son las mujeres.

Apenas me cabe nada más en esta mochila. No llevo ropa ni comida. Sólo tonterías y despropósitos. Todas estas cosas me ayudan a aceptar lo que está pasando. Incluso me reconcilian con la posibilidad de mi propia muerte.

Y es que la guerra está llena de objetos incomprensibles y yo los colecciono. Los objetos más absurdos muestran que aquellos hombres que murieron no eran perfectos. Sus errores justifican su mortalidad y por eso le dan sentido a la muerte.

Cielo Azul con un Poco de Canela
Ilustración: Miracoloso

@ Agitadoras.com 2009